“Solemos mirar, pero no ver las cosas”

Llegué a Bellavista. Pensando mil cosas.

Había sido un extraño día. De esos místicos. Pero no de esos que lo son notoriamente, sino de esos que no lo son hasta que tú mismo le pones aquel título. Y exactamente eso fue lo que hice.

Entre mis divagaciones, esperé mi turno para salir del vagón. Recordé entonces la historia que me contó hoy la Angela, de su discusión con una señora en el metro, la que tuvo una conducta bastante infantil. Es asombroso cómo la gente con mal humor puede responder con rabietas.

Caminé hacia fuera, decidiendo por qué escalera salir. Pensé que un ínfimo detalle diario, como subir una escalera y elegir una salida del metro, podía cambiar muchas cosas. Sí, tal vez de verdad sea algo pequeño, pero al fijarte en estos detalles, pueden ser más crecer considerablemente.

En esta cirscunstancia generalmente me dejo llevar por la gente. Si voy caminando hacia una de las salidas, pero la ola de la gente me arrastra hacia la otra, me dejo llevar. Pero esta vez nadie no recibí ningún mensaje de la vida, así que seguí el camino de la izquierda, por el que suelo salir.

Y así, me propuse tomar en cuenta todos estos pequeños detalles de la vida. Cosa que suelo hacer. Pero no con este pensamiento tan patente.

Comencé observando las zapatillas negras del escolar que iba subiendo la escalera delante de mí. Eran llamativas, bastante grandes. Pasaban desapercibidas como zapatos de colegio. Al llegar a las puertecillas, tuve que desviarme de la que estaba al frente, ya que estaba cerrada con un fierro amarrado, seguramente por algún desperfecto. Me fui a la del lado, salí, y me dirigí a la escalera siguiente. Luego de un par de pasos, y junto a la escalera mecánica, se encontraba la señora que allí suele pedir monedas. Según lo que dice el tarrito, es para una olla común, pero nunca he estado seguro de ello. De todos modos, algo especial tiene esa mujer, que me inspira ternura. Debe ser su rostro, su mirada. Da la impresión de ser extremadamente humilde, y suele sonreírme cuando paso junto a ella. Un par de veces le he dejado algunas monedas, pero sinceramente no me gusta mucho hacerlo. Creo que es mejor que, por último, se pusiera a vender parches curitas, pero quizás la gente le entregue más dinero si pide limosna.

Pensando esto, me detuve. Busqué entre mi mochila, y encontré lo que buscaba. Me acerqué a ella, le sonreí y estiré mi brazo para entregarle una manzana verde. Me sonrió de vuelta, y la aceptó. “Gracias”, me dijo. “Está lavada” le respondí. Y puse mis pies sobre el primer escalón de la escalera mecánica.


[Cuchara con restos de café con leche, y parte de un pastelito.
Tarde junto a Angela.]

Así comencé a salir a la luz, que era levemente más tenue que cuando entré al metro en San Joaquín. Disfruté las pequeñas gotitas que caían, las que esperaba paciente recibir, al haberme percatado antes de ellas, en los vidrios del metro en circulación.

Junto a la salida del ascensor, vi a un sujeto con una tela en el suelo, y algunas monedas sobre ella. Vestía una polera de algún club de fútbol, el cual no me interesé en intentar reconocer. Me alejé de él, y pensé en mi disgusto frente a los barristas, intentando de inmediato desechar esta mentalización, para sólo disfrutar del camino.

Al alejarme de este, me acerqué a un kiosco pequeño, de aquellos típicos rojos con el logotipo de coca-cola. Lo miré de reojo, y de pronto me detuve. Vi aquellos pequeños alfajores, rellenos de múltiples sabores, y recordé la apuesta que aún no había pagado, con Daniel. Esta surgió hace al mostrarme hojas de un nuevo papel confort, con el diseño de lindas caricaturas de insecto, que asombraban por no repetirse nunca.

- El que estaba en mi casa era de perritos.- Le comenté.

- No es cierto, el que estaba en tu casa era de osos.- Me contradijo.

- De perros, te digo.- Insistí.

- No, Dani… ¡Era de osos!.- Atacó.

- ¡Estoy seguro que no!– Aunque me comenzó a entrar la duda.

- Apostemos entonces.

- Ya pues, ¿qué apostamos?

- Un chocolate.

- Bueno.

Ese día, al llegar a mi casa, descubrimos que efectivamente era de osos.

Así, me acerqué a los alfajores y comencé a mirar los diferentes tipos y diseños. Miré a la vendedora, mientras rebuscaba en el bolsillo de mi mochila.

- ¿Cuánto valen?

- Cien pesos, saque no más.

Así, me debatí durante largos segundos acerca de qué sabores elegiría. De pronto descubrí los rellenos de naranja, de los cuales no pude evitar sacar uno. A su lado se encontraban los de coco, que parecían interesantes, por lo que sumé uno a la lista. Abajo estaban los de whiskey, pero no me apetecieron. Habían varios, intrigantes, que no tenían etiqueta. Miré curioso a la vendedora, pero parecía ocupada, por lo cual preferí no preguntarle. Finalmente tomé cubierto de chocolate blanco, y acerqué una moneda de quinientos pesos a la mujer. Buscó entre las suyas, y me devolvió otras dos.

- Gracias.- Me dijo.

- ¡Que tenga un buen día!- Me despedí, mientras guardaba los dulces en la mochila.

- Usted también.

Caminé hacia la esquina, para girar a la derecha. No es lugar que me agrade mucho, ya que justo en ese lugar se encuentra una carnicería Darc. Al parecer el volverme vegetariano me desarrollo una fuerte repulsión frente a estos establecimientos. De todos modos, mi desagrado frente a su fuerte hedor, lo tengo de toda la vida.

Me apuré para alejarme de la carnicería, y comencé a caminar por un pasillo comercial de Serafín Zamora. Allí disfruté el ver rápidamente cómo en una de las peluquerías hacían un corte notoriamente mohicano. Me alegré el ver a un carabinero sonreír mientras hablaba por teléfono en un pequeño bar. Observé un perro grande y peludo durmiendo bajo techo. Y aceleré el paso al pasar frente a una tienda vacía, en la cual taladraban fuertemente lo que quedaba de baldosas. Según lo que ví, también había sido una peluquería, reconocible por los aún presentes espejos.

Al llegar al final de la galería, vi el kiosco de juegos de azar en el cual habían un par de personas. Pasé por ese pasillo tan estrecho, en el que se encuentra entre el kiosco, un árbol, y un auto, para continuar mi camino. Luego de eso, observé a un hombre vendiendo parches curitas, y me cuestioné mi pensamiento anterior, al pasar junto a él y no entregarle nada. ¿Nada digo?, si le entregué una sonrisa cuando me preguntó si le podía comprar, y le respondí, mirándole a los ojos, "no, gracias". No me agradan las personas que pasan frente a uno como si no existieras, ignorándote. La próxima vez llevaré cien pesos a la mano para comprarle un par.

En Vicuña Mackenna había bastante gente esperando la luz verde. Junto a mí se encontraba un pequeño niño, con un paraguas azul abierto en una mano, y en la otra la mano de su madre. Se veía adorable con ese paraguas miniatura.


[Hoy, alrededor de las 13.25 horas.
Mientras le hacía un tour por la Universidad a Octavio.]


No demoró en cambiar la luz. A mi izquierda comenzó a avanzar un carro grande, con cosas para vender. Este al parecer sería guardado, seguramente por la hora y lluvia acechante. En el cruce peatonal, en sentido contrario, venía otro pequeño con un paraguas, pero esta vez verde. Me alegró el ver cómo este niño saltaba con el paraguas, seguramente por las gotas que caían. Yo estaría igual.

Aceleré el paso, para no ser atropellado por el carro que también seguiría el camino recto. Supuse dónde iba, ya que entre la peluquería en la que cobran mil quinientos, y la verdulería próxima, hay una casa a la que se entra por un estrecho pasillo, en la cual les guardan las mercancías y carros a los comerciantes que se ponen en la esquina del semáforo que acabábamos de cruzar.

En una de las tiendas por las que pasé, vislumbré rápidamente que tenían un televisor encendido, en el canal MGM. Adiviné de inmediato la película, el cabello de la protagonista es demasiado característico: “Eterno resplandor de una mente sin recuerdo”.

Escuché los retos del sujeto del carro, a un perro que esquivé y que cuasi era atropellado por él. Y me alejé de ellos, ya que habían llegado a su destino.

Crucé la calle, y observé cómo los postes ya tenían luces prendidas. Me metí por el pasaje, y busqué alguno de los típicos perros que suelen estar por allí, pero no encontré a ninguno, seguramente se hallaban refugiados de la lluvia en otro lugar. Así, decidí detener mi mirada en las casas. Una tenía un rosal sin rosas. Otra tenía una casa de perro, sin nadie dentro. Otra tenía paredes altas de ladrillo, con vidrios incrustados en su superficie. Y la otra, la otra me recordó el un par de días atrás, cuando se escuchaban fuertes golpes en ella, para descubrir luego que se trataba de unas chicas practicando flamenco sobre unas tablas, en la terraza. Finalmente, hice el mayor descubrimiento. Dos nidos en un árbol, del cual ya no quedaba casi ninguna hoja. Supuse que, por lo mismo, ya estaban deshabitados. De todos modos, me sorprendieron los regalos de la naturaleza, de los cuales no me había percatado antes.

Llegué al final del pasaje y atravesé una calle al ver que el auto que se aproximaba disminuía su velocidad por el lomo de toro presente. Así caminé un par de pasos, y llegué a la calle de mi hogar. Doblé a la derecha, y observé fuera de la botillería recientemente desalojada, un automóvil azul en muy mal estado, que me recordaba una fotografía bella que vi en Flickr. Un poco más allá, se encontraba el sujeto del salón de pool. Este hombre mayor me provoca un poco de conflicto, ya que suele llamarme “mi niño”, desde algún día que empezó a saludarme de la nada. Pero seguramente son rollos míos. Y justo hoy, al pasar junto a él, me hizo una seña para que me detuviera. Lo hice, y lo saludé, dándole la mano.

- Cómo le ha ido, mi niño?

- Muy bien, gracias. Y a usted?

- Sí, bien también. Terminó su carrera ya?

- No, aún no, me faltan dos años todavía.

- Ah, pero supongo que le ha ido bien en los estudios.

- Pues, sí, dentro de todo sí.

- Sí?, pero le va bien?

- Pues sí, digamos que he pasado todos los cursos.

- Muy bien, continúe así.

- Gracias, que le vaya bien.

- A usted también, mi niño.

Le volví a dar la mano y, contento, caminé hacia mi hogar.

En el camino vi cómo una pareja comía feliz, en uno de los puestos de hamburguesas. En el otro, el joven que atendía hablaba acaloradamente por teléfono. Luego de atravesar el pasaje observé el negocio típico del lugar, en el cual ya habían puesto en el aserrín en la entrada.

Un poco más allá, la casa de mis vecinos y la casa esquina que siempre cambia de dueños, habían guardado los grandes carteles comerciales que tenían. Hace un par de noches estos anuncios se desarmaron por los fuertes vientos. Mi madre ayudó con el de mis vecinos, ausentes en ese momento, amarrándolo en una de sus murallas.


[Hojas y frutos del naranjo, en su primer año fructífero.]


Al llegar a la puerta de la reja de mi casa, vislumbré lo llamativas que se encontraban las naranjas que se daban por primera vez en el relativamente nuevo árbol. Luego de entrar, busqué la cámara para fotografiarlas, pero la iluminación no me ayudó mucho. Pensé que mi madre ya me habría escuchado llegar, había luz en la cocina, por lo que supuse estaba allí. Así, me sacudí los pies, y abrí la puerta de la casa. Cuando me dirigí a cerrarla, observé que mi gata Ema aparecía tras de mí. Esperé a que entrara y cerré la puerta.

Escuché ruidos en la pieza de mi madre, y me acerqué a ver si estaba allí. Por la ranura de la puerta la descubrí, y me acerqué para saludarla. Así, mientras la besaba y abrazaba, descubrí que estaba viendo la película que le recomendé y entregué ayer, “Las trillizas de Belleville”.

- Almorzaste?- Me preguntó.

- Algo así… comí papas fritas.- Confesé, recordando el mediodía con Charlotte y Octavio, entre nuestras conversaciones en inglés.

- Es que ya no tengo almuerzo.

- No importa, no vengo con mucha hambre.- Y recordé el café con leche y el pastelito que me invitó la Angela.

- Ah, qué bueno. Yo comí mucha ensalada.- Comentó, mientras cogía una bandeja, en la cual había un plato vacío y otro con repollo sin comer.- ¿Quieres mote con huesillo o membrillo cocido?

- ¡Ya!, membrillo.- Respondí, mientras yo caminaba hacia mi habitación, y ella hacia la cocina. Ema apareció entre las sombras.- Viene conmigo, eh?- Apresuré a decirle a mi madre.

- Tú la invitaste?, ya bueno.- Comentó, no muy convencida.- Ah!, tu abuela te mandó uvas.

Dejé mi mochila a un lado, y comencé a sacar las cosas de mis bolsillos: el pase escolar, el celular y la cámara. Me saqué el reloj y observé cómo Ema se subía a una silla. Me agaché junto a ella y comenzamos a regalonear. En eso, entró mi madre con un platillo y un tazón.

- Ahora te vas a tener que lavar las manos.- Dijo, mientras dejaba el plato, que tenía un racimo de grandes uvas moradas, y el tazón, que contenía membrillo cocido con jugo.

- Ya voy.- Respondí, levantándome y dirigiéndome al baño. Ema me siguió, y se adelantó a la puerta del pasillo, que da al exterior. Se la abrí, y ella salió de inmediato. Allí se encontraba también Lilú, protegida de la lluvia.

Me acerqué al lavamanos, y observé el espejo empañado. Seguramente mi madre se había bañado hace poco. Al sacar jabón y restregarme las manos, alivié esa especie de necesidad que tengo luego de cada día, al sentir suciedad acumulada, entre barrotes del metro, perros callejeros que suelo saludar y contacto diario con el dinero.

Volví a mi pieza, y comencé a degustar las exquisitas frutas. Prendí el computador, y comencé a pensar en el día que había pasado.

Tenía la idea de terminar todo esto con algún mensaje o reflexión. Pero se la dejaré al lector. Tan sólo comentaré que mi madre recién me preguntó qué hacía.


[Mi madre. Foto probando la cámara nueva.]


- Estás haciendo un trabajo o escribiendo un cuento?

- Pues léelo.

Se rió y me comentó mil cosas.

Terminaré con una pequeña frase que me dijo, que creo puede resumir parte de mi mensaje…

“Solemos mirar, pero no ver las cosas”